El origen de la vida en el pensamiento antiguo
Desde el principio de los tiempos, los seres humanos nos hemos preguntado cuál es nuestro origen y cómo pudo ocurrir la transición de la materia inerte al ser vivo en los inicios del planeta.
Desde los inicios del pensamiento transcendente, probablemente con los neandertales, se han relacionado los elementos terrestres con la vida, con mayor o menor implicación divina.
Este pensamiento de desarrollo profundamente, y ha llegado hasta nosotros, procedente especialmente de las civilizaciones antiguas:
Un mito griego habla de la capacidad fertilizadora del viento; otros sugieren que todas las criaturas nacieron en el océano o que la madre Tierra produjo hierbas, flores, árboles y animales fertilizados por la lluvia de Urano. El Talmud hebreo nos habla de la creación del hombre a partir del polvo; la Biblia, del barro.
Es decir, el ser humano siempre ha relacionado el origen de la vida y el planeta que lo sustenta.
Cuando la ciencia se comenzó a organizar y sistematizar, esta idea se plasmó en la teoría de la generación espontánea, que afirmaba que los seres vivos nacían de forma espontánea de la materia orgánica en descomposición, incluso de la materia inorgánica. Sus defensores creían que los gusanos nacían del suelo; las ratas, de la basura, y las moscas, de los alimentos en descomposición.
El primer intento para derrotar esta teoría lo protagonizó Francesco Redi (1626-1697), quien llevó a cabo un experimento consistente en dejar unos trozos de carne en unos frascos: cerró uno con pergamino; otro, con gasa y dejó un tercero destapado. Al cabo de unos días, comprobó que había gusanos en el frasco abierto, pero no en los cerrados. Una observación demostraba la teoría de la generación espontánea, pero la otra la contradecía.
Redi concluyó que los gusanos procedían de los huevos que las moscas habían depositado sobre la carne, y no aparecían en los frascos cerrados por la imposibilidad de que las moscas entrasen en ellos.
Aun después de este experimento, siguió la polémica sobre una teoría que había llegado a convencer a científicos como Aristóteles, Descartes o Newton, y fueron muchos los que intentaron demostrar con experiencias su validez.
La controversia quedó definitivamente solucionada cuando Louis Pasteur (1822-1895) llevó a cabo un experimento con el que ganó un premio de la Academia de las Ciencias de París, en 1862. Su experiencia consistió en introducir un caldo de carne en distintos matraces, los cuales tapó con un tubo hueco doblado en forma de S, de manera que el aire pudiera salir y cualquier microorganismo que entrase quedaría en la parte cóncava del tubo. Hirvió ambos compuestos y comprobó que ninguno de los caldos se contaminaba con el paso del tiempo. A continuación, cortó el tubo de uno de los matraces dejándolo descubierto y observó que era ese el que, en poco tiempo, resultaba colonizado por multitud de organismos vivos. La teoría de la generación espontánea quedaba, así, totalmente invalidada.