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Diversidad de la vida: la solución creacionista

Publicado por Javier García Calleja

Demasiado bonito para ser una casualidad.

Frente al misterio de la organización de los seres vivos la ciencia del siglo XVII tenía pocas respuestas.

En efecto, desde Galileo (1564-1642) y Descartes (1596-1650) se admitía que la única forma de explicación científica de los fenómenos naturales debía ser un encadenamiento mecánico de causas y efectos. Una estructura un poquito compleja sólo podía tener dos tipos de origen: bien el azar del afortunado encuentro de causas materiales independientes, bien la intención de un artesano inteligente que hubiera dispuesto los elementos para realizar su idea. Entonces, ¿cómo dar cuenta de la complejidad del más simple de los organismos? ¿Cómo explicar la perfecta «conspiración» de las causas que forman un ser vivo?

¡No, tal encuentro sería demasiado improbable para ser fruto del azar!

Por tanto, había que admitir que todas las partes del organismo habían sido dispuestas previamente siguiendo los planes de un artesano inteligente. Pero, ¿por quién? En los siglos XVII y XVIII, la respuesta no admitía dudas: sólo podía ser Dios. Las maravillas de la naturaleza son otras tantas pruebas de la existencia de un Creador.

La bondad de Dios.

La abundante literatura que se produjo sobre este tema, especialmente en el mundo anglosajón, estimuló ampliamente la pasión popular por el estudio y la exploración de la naturaleza.

Era fácil extasiarse ante el cuidado que el Creador había puesto en sus obras. Producían admiración las múltiples adaptaciones de cada organismo según su medio y su modo de vida. Cada ser de la Tierra «encajaba» perfectamente en las condiciones ambientales donde desarrollaba su vida.  Todos cumplían su papel en el gran rompecabezas de la creación.

Durante mucho tiempo, la única forma de concebir el origen de los seres vivos fue imaginar que un ser inteligente, el Creador, los había pensado y producido.

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Y dada la complejidad y la armonía de la vida, ciertamente, no bastaba con haber demostrado la existencia de Dios, había que reconocer además su bondad.

El reverendo William Paley había desarrollado detenidamente estos argumentos en su Teología natural, que fue leída por todos los estudiantes ingleses de principios del siglo xix. Entre ellos se encontraba un tal Charles Darwin (1809-1882), que más tarde explicaría, en su autobiografía, el papel central que tendría, en todas sus investigaciones, este problema de la adaptación.

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WILLIAM PALEY

Este reverendo se hizo célebre por una serie de obras de teología natural: Evidences of christianity (1785) y Natural Theology (1802). Planteaba de nuevo un razonamiento que habían desarrollado, desde el siglo XVII, célebres autores como John Ray (1627-1705) o Sir Isaac Newton (1642-1727). Ponía el siguiente ejemplo: Si, al pasearme por la orilla de una isla desierta descubro un reloj, no pensaré que puede ser el resultado del encuentro accidental de diversas causas mecánicas como las que han formado los peñascos. Por el contrario, supondré un ser consciente que lo ha concebido, lo ha realizado y lo ha puesto allí. De igual manera, ante cualquier ser vivo, me veré necesariamente impelido a plantear la existencia de un creador. Este argumento es la base la moderna idea creacionista que algunos grupos religiosos defiendes y que se autodenomina «diseño inteligente»